Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares: extraña pareja

6 de febrero de 2005


Ella le llevaba once años, y desde que lo vio por primera vez, vestido de blanco, apuesto y hermoso como un dios, ya no pudo dejar de pensar en él. Se casaron y formaron una pareja particular. Ella, extraña y celosa, perdonaba todas las infidelidades de un hombre que, a pesar de todo, la adoraba

Siempre tiene frío. Esta noche, para sentarse a la mes­a se volverá a envolver en su tapado de piel de tigre. Ha mandado encender la calefacción, pero no demasiado. Para qué andar gastando; cuanto menos tenga que abrir las bolsas de plástico llenas de plata guardadas en el ropero, mejor será.

Desde la muerte de Marta, su mujer, el padre de Adolfito vive con ellos. Cada día, al regresar de su bufete de abogado, se cambia de arriba abajo para pasar al comedor, se sienta ceremoniosamente en el lugar indicado y come mirando el plato, esquivándole a ella la mirada y sin sumarse a las risas de Adolfito y de Borges: Georgie. Por suerte para ella vendrán los Pepes; Pepe Bianco, el escritor, y Pepe Fernández, el muchachito risueño que toca el piano, el amigo de Wilcock. A los Pepes y a Johnny (para ellos Wilcock siempre será Johnny) los hace venir para alivianar el aire, para no estar aislada; su suegro por su lado, Adolfito con Georgie por el suyo, y ella, sola.

Nada ha cambiado desde que era la hermana feúcha, la menorcita aplastada bajo el peso de las otras: Victoria, la brillante; Rosa, Pancha y Angélica, con su fama de ser la más inteligente de las cinco (la sexta ha muerto hace tiempo). Salvo Victoria, que reina majestuosa en San Isidro, sus hermanas siguen viviendo cerca, cada una en su piso, y ella arrinconada en el suyo. La calle Posadas prolonga la casa natal de la calle Viamonte. A falta de lugar en la banda poderosa de sus hermanas, Silvina siempre ha andado escabulléndose por los rincones, espiando, curioseando a los pobres, a los raros.

Ahora podría compartir las rarezas de Georgie y Adolfito, pero algo en ella se resiste a divertirse igual. Sus rarezas no son las mismas. Anoche se han reído juntos los dos durante toda la comida, imaginando colores cambiados. "¿Y si el cielo fuera verde?", decía Georgie. Ja, ja. "¿Y si el pasto fuera violeta?", decía Adolfito. Ja, ja, ja. En ese momento, hasta la seriedad inabordable del suegro le ha resultado más afín que esos chistes de nenes genios.

El suegro a ella no la quiere. Primero no la quiso por su amistad con Marta, demasiado íntima para su gusto. Pero el colmo para él fue asistir impotente al casamiento de su hijo, bellísimo, talentosísimo, riquísimo, con la feaza de los Ocampo, que tenía tanta plata como él, pero que le llevaba sus buenos años (las respectivas fechas de nacimiento, 1903, 1914, aún le suenan a insulto). Silvina no podrá hacerlo abuelo. La concentrada y oscura bronca ni siquiera se le calmará cuando Adolfito y Silvina viajen a Pau, Francia, para buscar a Marta, la hija.

Se estremece sin pausa, tal vez de miedo. Esa tarde ha visto a Alejandra, la poeta. Alejandra Pizarnik. Con Alejandra se ríe, pero comparte sobre todo el temblor. Ella también es una criatura feíta y abandonada. Por eso la ama: otra nena genial, pero habitante de una región profunda que no acepta risitas de niños bien. No es que Alejandra sea compungida ni solemne, es que sus enigmas no son un juego. Los de ella tampoco. Enigmas espeluznantes de verdad, porque rozan la muerte: ¿qué son los cuentos de Silvina sino pequeños sepulcros adornados con plumas y piedritas, ritualesde niña mala que ha matado un insecto y le rinde honores?

La primera vez que lo vio, en 1933, en casa de Marta, Adolfito llevaba una raqueta de tenis. Su belleza le resultó una puñalada. A ella le bastó verlo para sentirse desesperada de celos. Pero algo había en él peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un viento invisible revelaban su desamparo. Silvina en eso no era diferente de cualquier otra mujer: podía resistirse a la salud, a la fuerza; al desamparo no. Por lo demás, en ese rostro tan fino se anunciaba un rasgo futuro, al que tampoco se resiste ninguna mujer: con el tiempo, a ambos lados de la boca, los músculos se le dibujarán con nitidez, labrándole dos surcos que no aludirán a vejez, sino a virilidad. Poco tiempo después, el muchacho estatuario publicaba La invención de Morel.

Le propuso casamiento siete años más tarde. Ella se preguntó por qué razón la elegía, elegante, graciosa, creativa y Ocampo, pero madura, nada linda y de una sexualidad incierta. Sospechó que la elegía por razones literarias y, más oscuramente, para acercarse a su madre por caminos oblicuos. Después ya no se preguntó más nada: Adolfito y Silvina se convirtieron en ese monstruo de dos cabezas llamado pareja. Aunque cada uno de los dos existió por separado –él con su guirnalda de amores, ella también enguirnaldada pero menos, apartada y secreta, jugando a las escondidas, como siempre–, los dos existieron en conjunto. En la pareja de Silvina y Adolfito cabían muchos. No por eso dejaban de ser la criatura bifronte denominada los Bioy.

Silvina sabe todo, acepta todo y se calla, pero tiembla sin pausa. Tiene terror de las noches en las que él tarda en llegar. Para espiarlo, pone una silla delante de la puerta. El correrá la silla al abrir, y ella al oír el ruido se volverá a la cama a hacerse la dormida. Sentirse ridícula no disminuye la quemazón de la rabia.

Quizá Georgie tenga razón cuando dice: "Yo sospecho que para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra". Nadie podrá afirmar nunca cómo es Silvina; a lo sumo podrán preguntar: ¿cuál de ellas? Algunas Silvinas, por desgracia, se reconocen entre sí: la que al ver a Adolfo Bioy Casares con su raqueta de tenis sintióque su belleza la apuñalaba es la misma que por las noches espera su regreso, temiendo que alguien esta vez consiga retenerlo y ella lo pierda.

Su cuarto está caldeado, pero se estremece como nunca. Puede entenderlo todo, hasta que Adolfito la traicione con su propia sobrina. Pero no hay adivino que no tiemble, y Silvina adivina lo que vendrá. Como si ya intuyera el peligro que representará para ella el amor de Adolfito por Elena Garro. La mujer de Octavio Paz, excelente autora de cuentos fantásticos, escribirá una novela titulada Recuerdos del porvenir. Silvina siempre ha tenido recuerdos del porvenir. Ahora cree recordar un futuro en el que Adolfito se habrá ido con la escritora mexicana, y entonces mete la cabeza entre sus pieles de fiera frágil.

Si por lo menos Adolfito y ella hubieran continuado escribiendo de a dos. Si ella le hubiera demostrado que su guirnalda podía ser de mujeres, pero jamás de escritoras. Si ambos se hubieran convertido en otro monstruo de dos cabezas, pero esta vez literario: un Bustos Domecq formado por ambos Bioy. Al principio lo ha intentado: en 1946, Silvina ha escrito con Adolfito una novela policial de título elocuente, Los que aman odian. Ha sido una parodia, porque está escrita en broma, y porque Silvina se ha esforzado en adaptarse a los misterios de Bioy, que se resuelven gracias a una trama rigurosamente controlada, mientras que los de Silvina quedan flotando. Imposible competir con Georgie en ese terreno; la complicidad literaria ya no ha sido con ella, sino con él. ¿Pero entonces a ella qué terreno le queda, salvo escribir lo suyo en soledad?

Esa noche de 1954, Silvina entra en el comedor envuelta en sus tigres, como una actriz adulada que en el fondo se muere de timidez. El suegro, Georgie, los Pepes y Adolfito la esperan desde hace rato. Se levantan, corteses. El cocinero de toca y el maître d’hôtel de guante blanco que presenta la bandeja se han esmerado: el soufflé está en su punto, la comida transcurre como siempre, ritual inamovible en el que Georgie y Adolfito comparten ese sentido del humor que a ella la cansa. Como siempre también, después del último bocado el suegro se despide y Adolfito se retira con Georgie al salón del café. Los Pepes la rodean inquietos. Son los únicos que se han dado cuenta de su inusual palidez. Silvina cae desvanecida. Hay corridas y gritos; Adolfito se asoma con la cara desencajada. Se la llevan alzada, llaman a un médico que diagnostica meningitis. Abrazado a sus amigos, Adolfito llora como un chico repitiendo: "Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a hacer sin Silvina". Ella no puede oírlo. Si lo oyera entendería que su marido nunca se irá, porque sencillamente la adora.

Poco tiempo después viajaron a Pau para buscar a la nena, Marta, nacida tres meses antes. Un viaje del que Silvina regresaría convertida en madre legal. Cosa inesperada, la hija de Adolfito con esa presunta costurera que cumplió con su pacto de hacer mutis por el foro, a Silvina se le metió en el alma. (Cuando con el tiempo lleguen los nietos, Florencio, Lucila y Victoria, se mostrará igual de cariñosa). Nadie la había creído capaz de sentimientos maternales, ni siquiera ella misma, y sin embargo sí, los tuvo. Al principio lo hizo por Adolfito: él deseaba hijos y le rogó que hiciera de madre de este bebé. Después lo hizo porque Martita le cayó bien. Descubrió el placer de celebrarle los cumpleaños, de llevarla al Zoológico. Y se rió durante años del día en que enfrentó a la beba por primera vez. Estaba colorada hasta las orejas y, de puro nerviosa, dijo la primera zoncera que se le ocurrió: "Qué naricita más chica tiene, ¿no será homosexual?" "No –le contestó Adolfito, muy serio, como si la pregunta le pareciera de lo más atinada–; es que es ñatita".

Extraña Silvina. Extraña relación de pareja que no se pareció a ninguna, pero que lejos de ser una tranquila amistad fue un agitado amor.

Silvina Ocampo murió en 1994. Veinte días después de su muerte, su hija Marta murió atropellada por un automóvil. Bioy Casares las sobrevivió cinco años. Finalmente, había sido Silvina la que lo había abandonado a él. Cuando se hizo evidente que ella se tropezaba con las cosas, con las ideas, él contrató a unas cuidadoras encargadas de vigilarla. De creerle a su mucama Jovita, testigo de una de las Silvinas que compusieron a Silvina, la anciana señora no se lo perdonó. Nunca más volvió a hablarle. Arrodillado ante ella, el viejo señor le suplicaba llorando como un chico, igual que en 1954: "Silvinita, por favor, contestame, dame un beso, Silvinita, no me dejes aquí". Ella le daba vuelta la cara, por una vez de viaje sin él.

Por Alicia Dujovne Ortiz

Periodista y escritora

Fuente:http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=676245

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